Comer sin culpa, sin parches ni ficciones

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Tener cabello chino o lacio, ser gorda, flaca, morena, con estrías, con celulitis, con acné, con hijos, si hijos, estudiosos, con ansiedad o cualquier herida: lo importante es escuchar tu voz interior

Por: Lorena Alvarado Morales

Un día a los 28 años, con más de 90 y picos kilos y más de 20 años haciendo dietas, me vi y me dije: no puedo seguir adelante, si me voy a morir pues me muero. No pasó nada especial, era un día normal, pero llegó el hartazgo de todo. Me pregunté ¿cuál era el propósito de la vida? Si nada de lo que hacía era suficiente, si como le hacía no cumplía con el estándar, si nada de lo que me gustaba ser, compartir o gozar era bonito, pues dejaba de mirarme desde afuera y juré nunca más pesarme en mi vida, ni volvería a importarme la talla de mi ropa, y nunca más volvía a comer con culpa.

Por fin dejé de vincular mi felicidad a algo externo, algo que nunca acaba. En mi familia hubo muchos casos de obesidad, diabetes, presión alta, entonces comencé a visitar consultorios a los siete años por el miedo de que yo me convirtiera en alguien con esos problemas, que además ni siquiera tenía en aquel momento. Yo lo único que quería hacer era hornear pasteles, pues hasta hoy ha sido mi vida cocinar y disfrutar la comida.

Esto vino luego de una infancia en la que todos podían desayunar hot cakes, menos yo. Para mí, plato con papaya o huevito tibio, tampoco tuve el acceso a todo aquello que les gusta a los niños. Pero eso pasa con los adultos, somos nuestro propio verdugo tres veces al día pues nos prohibimos el postre delicioso que se nos antoja sin tener juicios de “qué atascada, qué gorda, cuántas calorías me voy a meter, si me lo como mañana no me cierra el pantalón”. Cuando eres chiquito como sea, el problema es llegar a adultos y seguir pensando así.

Más tarde tampoco calificaba para bikinis, vestidos o paseos juveniles porque no me vería bien y lo que nadie me preguntó en mis recorridos con especialistas fue qué quería yo. Al final me di cuenta que no importa cómo te ven los de afuera, sino cómo habitas tu cuerpo, cómo vives esta experiencia de vida con este traje que es el cuerpo.

Era como que yo no podía ser feliz porque no tenía la talla correcta, pero cuando uno es niño, uno se habita desde el gozo, no desde el juicio. Lo grave es que de grandes nos miramos sistemáticamente desde el juicio ¿te pasa? Juzgamos el cuerpo propio y el ajeno, es más, fíjate cómo miras a tus hijos. Es como si lo que estuviéramos modelando todo a tiempo a los demás con cuanto juicio tienen que ver su cuerpo, no con cuanto gozo tienen que habitarlo.

Vemos a los niños en el parque llenos de tierra, con un short mugroso que no combina con la playera, con agujetas desamarradas y no les importa cómo se ven, sino el gozo con el que están viviendo esta experiencia.

El camino de regreso fue larguísimo porque ni siquiera sabía qué me gustaba comer, no sabía cómo se sentía el hambre o estar satisfecha de comer algo rico. Todas mis dinámicas de alimentación estaban dañadas, adoloridas, llenas de juicio, opinión, confusión, de hartazgo. Renuncié a la vida de miseria, no quería pasar más años viviendo así.

Fui la clásica que se pesaba tres veces al día, pero muchas cosas me salvaron, una de ellas, y que me gusta mucho recordar, es el libro rojo con corazoncitos de Louise L. Hay “Tu puedes sanar tu vida”. Es un libro básico que me regaló un amigo y con el que empecé a reencontrar mi propia voz.

En particular, me gusta decirle a la gente que vive con culpa, no solo por lo que come, sino porque tiene el cabello chino o lacio, que es gorda, flaca, morena, con estrías, con celulitis, con acné, con hijos, si hijos, estudiosos, con ansiedad o cualquiera que sea su herida: al final no importa, al final lo importante es cuando encuentras la llave o la pista para volver a escuchar tu voz interior.

Saber que, si todo se va al carajo, bueno, malo, chipotudo, como estés, esto es lo que eres y vas a vivir con esto que eres, aunque cueste la vida, más vale no seguir negando lo que eres, ni parchando, ni fingiendo que eres distinto.

Y ¿qué es eso que sí soy? ¿aquello que me trae paz interior, realización, vida para volver a despertar con alegría cada día? Aquí me gusta la frase que dice: qué bueno que todos estamos rotos porque por esas rupturas se cuela la luz, por eso todos tenemos algo, no hay vidas perfectas, ni siquiera en Facebook.

El siguiente mensaje para mí fue darme cuenta que todo viene de una creencia con la que había crecido, pero debía ser misericordiosa con esas personas que me lo enseñaron porque ellos venían con esa lección también. Aquí no hay culpables, inocentes todos, pero no hay que buscar culpables a los que te señalaron, pero alguien le mostró ese juicio también.

La chamba es personal, es cuánto quiero invertir en el sufrimiento y el drama, la culpa, la victimización y decidir qué quiero hacer con mi vida. Mientras estudiaba en la Universidad del Claustro de Sor Juana quizás llegué o rebasé los 100 kilos habitando mi cuerpo, disfrutando lo que más amaba hacer.

Las instrucciones que me receté fueron, primero no meterme nada a la boca que no quisiera, hablo en cantidad, calidad y cualidad. Comer en absoluto disfrute. Cuando comencé fue muy rudo porque se me antojaba comerme el pastel de chocolate con nueces caramelizadas, betún, lo que fuera, y viví lo que llevaba tanto anhelando.

Te tomará tiempo, a mí me llevaba hasta 15 minutos probar bocado sin culpa. Hacía respiraciones y recitaba afirmaciones hasta que me quitara el juicio y la culpa. Yo quería experimentar eso de cucharear algo sin culpa, disfrutarlo, gozarlo y querer una cucharada más.

Encontré que a la tercera cucharada ya era suficiente. Gracias, fin de la experiencia. Hice también muchas terapias basadas en el amor y que me llevaron a elegir y reconocer.

Elegir sabiendo que tengo posibilidades para hacer una elección conciente dentro de mis alternativas y reconocer lo maravilloso que tengo dentro, la valentía que tuve todo el tiempo y lo valiosa que soy y he sido. Así puedo hacerle caso a mi cuerpo que me pide un taco de arúgula o unas galletas con café. Y dejó de ser tan importante la talla, el peso y valores absurdos pues encontré el disfrute. La dicha de cocinar, convivir con amigos, dar a amor a mis hijos y a mi pareja, desarrollar mis creaciones, pertenecer a comunidades. Dejar de contar calorías de productos sintéticos, de ponerme ropa que me apretaba para vivir la felicidad, sin juicio, sin culpa. Imagina esta clase de dicha.

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